Época: Cristianismo
Inicio: Año 1
Fin: Año 2000




Comentario

Resulta difícil hallar una institución en apariencia tan humilde y en la práctica tan decisiva a la hora de analizar la religiosidad laica como la parroquia. Célula básica de la organización eclesiástica y eje de la piedad y liturgia cotidianas, la parroquia permitió en la Edad Media realizar el encuadramiento religioso de la población europea, tanto a nivel rural como urbano.
El triunfo del modelo parroquial puede constatarse ante todo desde el punto de vista cuantitativo. A partir de finales del siglo XI el número de parroquias en Europa se acrecentó enormemente debido a la conjunción de tres factores: incremento general de la población, con el consiguiente desarrollo de multitud de aldeas en las tierras recientemente roturadas; reforzamiento general de los marcos institucionales de control administrativo del territorio y, por supuesto, mejora drástica de la cura pastoral.

La parroquia, como lugar de culto permanente y marco de referencia obligado para la colectividad en asuntos religiosos como civiles, cuenta con un clero propio y de residencia estable. Su número sin embargo varía, pues, según la importancia de la Iglesia, pueden existir cierto número de capellanes y vicarios auxiliares. Sin embargo, la dirección corresponde siempre al cura párroco. Éste, también denominado "plebanus", pastor, "rector ecclesiae", etcétera, ejerce la jurisdicción eclesiástica en representación del obispo, y sus funciones incluyen la administración de los bienes de la Iglesia, el cobro de los diezmos y, naturalmente, la dirección de una vida religiosa. La celebración de la misa, los rezos y salmodias cotidianas, el sermón, la confesión regular, la administración de los otros sacramentos, etc., entran dentro de sus cometidos, a los que se añaden pláticas y charlas informales, que otorgan al cura un incuestionable poder moral en la colectividad.

Respecto al índice de instrucción del clero parroquial, lo cierto es que hasta la segunda mitad del siglo XIII no debía ser en ocasiones muy elevado, a juzgar por las quejas que tanto sínodos como visitas episcopales expresan. Aunque el nivel mínimo de conocimientos exigido por la legislación eclesiástica (además expresado en lengua vulgar) equivaldría hoy a un simple grado de primera comunión, sólo una parte de los clérigos lo alcanzaba. Conocemos, en efecto, numerosos ejemplos de sacerdotes -sobre todo pertenecientes al personal auxiliar del párroco-, que no conocían ni una sola palabra de latín, por lo que tampoco entendían los rezos y fórmulas litúrgicas. Ello redundaba no sólo en una deficiente formación catequética del laicado, sino también en la práctica ausencia de la predicación, que únicamente la llegada de los mendicantes, a partir del primer tercio del siglo XIII, pudo suplir.

Las decisiones del III y IV Concilios de Letrán reorganizando la enseñanza eclesiástica de base, consiguieron sin embargo modificar sustancialmente este panorama, y a fines del siglo XIII debía haber mejorado de forma notable, pues las quejas sobre el deficiente grado de formación del bajo clero desaparecen paulatinamente. Incluso, por estas mismas fechas, el número de clérigos con estudios universitarios (litterati) era ya significativamente alto, alcanzándose para Francia e Inglaterra porcentajes de entre el 12 y 15 por 100 para los curas residentes y del 3 al 5 por 100 para capellanes y vicarios.

Las visitas episcopales eran el método más seguro y directo para conocer la realidad parroquial, evaluando así el grado de aplicación de las medidas dictadas por concilios y estatutos sinodales. Definitivamente sistematizado por el IV Concilio de Letrán, el mecanismo de la visita -anual y teóricamente aplicado a todas y cada una de las iglesias- se extendió sólo regularmente a las principales parroquias, más a algunas que aleatoriamente eran designadas cada año. Bien conocidas, sobre todo para la segunda mitad del siglo XIII, por los informes elaborados por los escritorios episcopales tras su realización, las visitas seguían un rígido proceso, regulado incluso formalmente mediante cuestionarios previos. Como prueba de la mejora alcanzada a todos los niveles en el mundo parroquial, los informes de fines del XIII solían refrendarse con la significativa frase de "todo está bien en lo temporal como en lo espiritual" (omnia bene temporaliter et spiritualiter).

Centro de la vida religiosa popular, la parroquia era también un instrumento imprescindible de participación en la vida pública. Esta realidad se constataba incluso físicamente, pues la parroquia, aparte de lugar de oración y culto, era por lo común el único edificio capaz de albergar de una sola vez a toda la comunidad. Coincidiendo o no con la celebración de la misa, el cura párroco utilizaba el ámbito de la iglesia para divulgar todo tipo de noticias tanto de orden civil como eclesiástico. Pese a las protestas de los moralistas, que aludían continuamente al conocido pasaje evangélico del templo como "spelunca latrorum", la parroquia, como el cementerio, eran lugares habituales (loca consueta) pare la reunión de la comunidad.